Deborah Eisenberg - "La venganza de los dinosaurios"

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Cuentista y dramaturga estodounidense. Ha publicado regularmente en revistas como The New York Review of Books, The New Yorker y The Yale Review, aunque su bagage se reduce a una obra de teatro y cuatro colecciones de cuentos. Ha recibido nada menos que cuatro premios O. Henry y el premio Rea Award for the Short Story, un premio que se da a un autor vivo (estadounidense o canadiense) que haya contribuído especialmente en el campo del cuento, un premio que han recibido autores como Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Eudora Welty, Grace Paley, Amy Hempel, Lorrie Moore (y aquí), Mavis Gallant, Alice Munro, Ann Beattie, John Updike, Mary Robison o Richard Ford. Si sales en la misma lista que todos esos está claro que eres uno de los grandes de verdad.
Este cuento pertenece al volumen "El ocaso de los superhéroes" de 2006.
La versión es la de Luis Murillo Fort.

Hola, Barbara, dije. Tú eres Barbara, ¿no?
No, soy Eileen, dijo la enfermera que abrió la puerta. La de noches.
Yo soy la nieta, dije.
Me lo figuraba, dijo Eileen. Barbara me avisó de que quizá vendrías. Bueno, ¿y dónde está ese hermano tan guapo que tienes?
¿Bill?, dije. ¿He llegado antes que Bill? Qué novedad.
Será el tráfico, dijo la enfermera.
El tráfico, el tráfico... Yo estaba mirando disimuladamente el piso de Nana: las baldosas blancas y negras, el enorme espejo con marco dorado, aquellos grandes floreros o lo que fueran, el cuadro que tanto me gustaba cuando era pequeña, uno donde se veía un misterioso calvero en un bosque, la luz de plateado polvo del pasado. Siempre me entraba una especie de somnolencia cuando veía este lugar, como si me hubieran dado en la cabeza con un pequeño mazo, mandándome lejos de todo.
O el de Connecticut, dijo Eileen. La miré. ¿No vienen de allí?, dijo. Es un hombre encantador, su hermano. Tan amable y tan atento. Y su mujer también. Siempre encuentran la manera de levantarle el ánimo a la abuela. Y esa niñita suya es una monada.
¿Cómo está Nana?, pregunté.
Hace tiempo que no vienes a verla, comentó Eileen.
¡Vivo en la otra punta del país!, dije.
Ya lo sé, dijo Eileen. He visto tu foto. Con los árboles. Antes del segundo derrame cerebral, a tu abuela le gustaba que me sentara con ella a mirar fotos.
Me quedé de una pieza. ¿Nana? Bill me había prevenido, pero aun así..., ¿ponerse a mirar recuerdos de familia con la enfermera? Se supone que todavía hay diferencias entre ser una persona u otra.
Eileen me acompañó a la sala de estar. Nana estaba dormitando en una de las butacas de terciopelo. Estornudé. Unos soldados marchaban en silencio hacia nosotras por el desierto en blanco y negro de un televisor viejo. Una rubia atractivamente estandarizada y risueña, vestida con traje de chaqueta, los sustituyó. ¿Nana ve esto?, pregunté. Parece que le gusta tener la tele encendida, dijo Eileen. Pero le quito el sonido. Ella de hecho no la oye, y yo prefiero no hacerlo. Despierte, señora, ha venido su nieta a verla. No te sorprendas si no te reconoce en seguida, me dijo Eileen. Señora, está aquí su nieta.
Soy Lulu, Nana, dije en voz alta. Nana me miró de arriba abajo, y luego miró a Eileen. Ni Bill ni yo habíamos heredado esos famosos ojos azules que pueden atravesarte como balas, aunque nuestro padre sí, igualitos, lo mismo que nuestro hermano Peter. ¿Adónde va a parar toda esa belleza cuando alguien se la lleva a la tumba? Si algo existe, no puede dejar de existir, le había comentado yo a Jeff recientemente, pensando en voz alta. Las cosas siguen su curso, dijo Jeff (de mal talante, la verdad). Ya, ¿y qué se supone que quiere decir eso: «Las cosas siguen su curso»? A Jeff siempre le fascinaba (palabra suya) que yo no sintiera debilidad (palabra suya) por las estructuras lógicas (frase suya) ajenas. En fin, si algo existe es que existe, pienso yo, pero cuando Nana volvió de nuevo la cabeza hacia el televisor, parecía realmente una simpática ancianita, encogida en su pequeña manta. Me incliné para darle un beso en la mejilla.
Dio un respingo. Es Lulu, señora, gritó Eileen. Una mano de Nana se levantó de la manta de cachemira que tenía sobre el regazo e hizo un gesto breve, como si ahuyentara un mosquito. Estaré en la cocina, dijo Eileen. Llámame si me necesitas. Me senté en el sofá, cerca de Nana. Yo no era el mosquito. Nana, dije, tienes muy buen aspecto.
¿Oía algo? Bueno, en cualquier caso, las expresiones verbales de afecto nunca habían sido su fuerte. Alguien soltó un suspiro. Miré a mi alrededor. La persona que había suspirado era yo.
La última vez que la había visto, Nana oía perfectamente y salía a menudo; lucía, si no espléndida, sí francamente bien gracias a la excelencia de su atuendo, su corte de pelo y demás. Obviamente, era más vieja que antes, pero sólo eso: más vieja. Es demasiado drástico para asimilarlo: ¡un derrame cerebral! Apenas un momentito de nada, y eclipse total. En mi opinión, todos los momentos deberían contener cantidades uniformes de cambio: X momentos exactamente igual a X aumento de edad y exactamente igual a X cantidad de cambio. Por descontado, sería mejor si fuera X disminución de edad.
¿Y dónde se había metido Bill? Aunque, bueno, yo me había adelantado. Porque la semana pasada, hablando por teléfono con mi vieja amiga Juliette para comunicarle que venía a la ciudad a ver a Nana, ella me dijo que podía quedarme a dormir en su casa y naturalmente me figuré que estaríamos un rato juntas cuando llegara del aeropuerto y que charlaríamos y todo eso. Pero luego resultó que un tipo, el a todas luces nuevo novio de Juliette —Wendell, podría ser que se llamara—, a quien ella había mencionado casualmente, estaba también en la casa. Sí, claro, gritaba el tipo, matémoslos a todos y listo, acabemos con todos ellos. Juliette estaba mondando una naranja. Yo no digo que haya que matar a más gente de la necesaria, replicó ella. Sólo estoy asustada, hay un montón de maníacos furiosos que quieren matarnos a nosotros, y estoy asustada. Estás asustada, bramó él. ¿Nadie más en el mundo lo está? Juliette me miró arqueando las cejas y se encogió de hombros. La naranja olía de fábula. Yo estaba completamente deshidratada del viaje en avión porque ya casi ni te dan agua, aunque cuando era pequeña era muy divertido volar, con aquellas guapas azafatas y las bandejas con cositas en sus envoltorios, y me moría de ganas de saquear la nevera de Juliette en busca de otra naranja, pero Wendell, si es así como se llama, estaba justo delante y no paraba de gritar. ¿Qué estás diciendo, entonces? ¿Estás diciendo que deberíamos matar a todo bicho viviente para asegurarnos de que no quede ni un solo fanático furioso que pueda hacer daño a nadie? De modo que esperé a que terminara con lo que trataba de hacerle entender, sin conseguirlo (jamás había conseguido nadie hacerle entender algo a Juliette), descarté la idea de la naranja, dije hasta luego, puse mis cosas debajo de la mesa de la cocina y me metí en la primera boca de metro. Cuando Juliette y yo estudiábamos en la academia de arte, todos sus novios eran siempre muy divertidos, pero de eso hacía ya cinco o seis años.
En la pantalla, ropa limpia bailaba alegremente en una cuerda de tender. Unos niños comían helado. Un hombre apuesto echaba gasolina en un coche, volvía a enroscar garbosamente la tapa del depósito, se daba la vuelta y me guiñaba un ojo. Aparecía una segunda mujer estandarizadamente atractiva con traje de chaqueta. Era difícil saber, en este televisor en blanco y negro, de qué tono debíamos suponer que tenía el pelo. Rojo, quizá. Estaba en mitad de la calle, rodeada por un pequeño grupo de gente, probablemente una familia. Eran negros, o en cualquier caso no específicamente blancos, y se los veía claramente exhaustos y agitados. Sus respectivos alientos formaban nubecillas de vapor en el aire frío. Uno de ellos hablaba desaforadamente por un micrófono. Los otros daban saltos sobre el terreno, se frotaban los brazos. Había alguien tendido en la calzada. La presentadora tal vez pelirroja parecía serena; daba la impresión de que ella y la familia habían llegado a aquel mismo rincón, por pura coincidencia, desde planetas absolutamente diferentes. Ella tenía un buen empleo, la verdad; mucho mejor que dedicarse a vender ropa vintage, en todo caso. Y quizá se hacía inyectar alguna cosa. Reapareció la presentadora rubia, inmediatamente antes y después de unos segundos en los que una gran construcción reventaba lentamente, abriéndose como una flor y lanzando escombros por los aires y algo como, quizá, extremidades. La presentadora rubia también debía de ponerse inyecciones. Últimamente me he fijado en que quieren salirme arruguitas en torno a los ojos. Pero de muy niña ya intuía que la gente que se preocupa por esas cosas es mezquina. Naturalmente, cuando era una niña todavía faltaba mucho para que me atacaran arruguitas por sorpresa. Oye, Nana, dije, ¿seguro que quieres ver esto? Ella continuó con la mirada fija en las imágenes que se iban suplantando ante sus ojos.
Fuera como fuese, ya habían pasado unos cuantos meses desde que Bill me telefoneó para decirme que Nana había padecido el primer ataque. Mi intención había sido ir a verla enseguida, pero no era tan fácil solicitar una semana libre, y además Jeff y yo teníamos problemas más o menos graves de dinero, y lo cierto es que no me lié la manta a la cabeza hasta que Bill volvió a llamar para decir que esta vez la cosa iba muy en serio. Estiré el brazo y apoyé una mano en la de Nana. Nana había cuidado de los tres (Bill, Peter y yo) cuando nuestra madre cayó enferma (bueno, mejor dicho, murió) y nuestro padre empezó a gastarse montones de dinero en coches y a estrellarlos por ahí. Si no llega a ser por Nana, quién sabe qué habría sido de nosotros.
Nana apartó mi mano de la suya dedicándole una mirada breve y especulativa, y luego reanudó su contemplación televisiva. ¿De qué desván habrían sacado ese decrépito aparato? Nana siempre se enteraba de las noticias por el Times, que yo supiera, y otros periódicos. Me pregunté qué estaría viendo. ¿Eran las cambiantes imágenes en blanco y negro lo que mantenía su atención, o las identificaba como información y hallaba consuelo en su vieja costumbre de estar al corriente de la actualidad? ¿O acaso todavía era capaz de comprender lo que estaba sucediendo delante de ella?
Enormes multitudes invadían las calles. ¡Refugiados!, pensé por un momento, con un hormigueo en las manos. ¡Evacuaciones! Pero muchas de aquellas personas portaban pancartas, por lo que pude ver, y me di cuenta de que debía de ser una manifestación de protesta; se veía el edificio del Capitolio y entonces algo cambió y al fondo estaba la torre Eiffel, y después había algo que parecía el Parlamento británico, y luego, durante apenas un segundo, un sitio que no pude identificar, y al cabo otro más donde había sobre todo asiáticos. ¡Sentí que me asfixiaba! Aunque hacía un tiempo frío y desapacible, me levanté para abrir un poco la ventana. Cuando me senté de nuevo, Nana habló. Su voz siempre había sido penetrante y recia, un poco como el sonido de un oboe, pero ahora detecté en ella muchas y nuevas grietas como hilos: era áspera, extraña. Supongo que no tienes ni idea de cómo es que estoy aquí, dijo. Es donde vives, Nana, le dije yo, por si era a mí a quien se dirigía; esto es tu casa. Nana me estudió... desapasionadamente, creo que sería la palabra. ¡No me extraña que mi padre le tuviera terror cuando era pequeño! Gracias, dijo Nana, quién sabe a santo de qué. Luego juntó remilgadamente las manos y dejó de verme del todo.
Mi cerebro se enroscó en forma de tubo y mi infancia se coló por él, fugaces imágenes de cuando venía a este piso con mis padres, Peter y Bill; Nana, sus rápidos movimientos y su olor delicioso cuando se inclinaba hacia mí, sus bonitos dientes grandes, y aquella melena plateada que sabía recogerse en apenas un segundo, sujetándola mediante algún fantástico adorno. El recargado juego de té, la delicada rodajita de limón flotando soñadora en la taza frágil, las butacas de terciopelo, en la pared aquel cuadro del misterioso y frondoso mundo al que casi parecía que podías entrar..., la luz, tan pronto abrías la puerta, como de otra época, una luz preciosa, extraña y sin brillo que ya existía antes de nacer yo... Fragmentos deslucidos de mis visitas al piso de Nana atravesaron vertiginosamente el tubo y desaparecieron. Nana, dije.
Figuras como muñecos saltaban por los aires, se abrían de golpe y vertían negrura. Había un bulldozer, cosas que se desmoronaban. Entró Eileen. Si quería una taza de té, me preguntó. No, le dije, gracias. Se detuvo un momento antes de irse, miró la pantalla. Bueno, nunca se sabe, dijo. Pero menos mal que no tengo hijos varones.
Nana había venido al mundo coincidiendo con el fin de una guerra y había vivido parte de otra antes de dejar Europa, de modo que en sus tiempos debía de haber visto muchas multitudes y cosas que se desmoronaban y hombres de uniforme y alfilerazos negros salpicando el cielo despejado e hinchándose acto seguido. Jeff y yo no tenemos tele. Jeff detesta el propio aspecto del aparato, su sonido, los efectos que produce en la mente. Dice que él no es tan tonto como para pensar que está a salvo del lavado de cerebro. Para el caso, prefiere lavárselo él solito, y lo cierto es que no podría tenerlo más brillante e inmaculado, aunque ahora esté un poquito maltrecho por los acontecimientos del momento, razón por la cual a veces hace comentarios que podrían considerarse un tanto improcedentes. Por ejemplo, el otro día íbamos en el ascensor del bloque de oficinas donde Jeff y su equipo hacen su labor de investigación, y subía con nosotros un tipo vestido con una especie de clergyman azul claro, y Jeff se volvió y sin alzar la voz dijo, dirigiéndose más o menos a él: El sol se pone.
El tipo miró a Jeff con el rabillo del ojo y luego se miró el reloj. Tenía unos ojos muy bonitos, candorosos, creo que se podría decir. Miró de nuevo a Jeff y dijo: ¿Le importa apretar el siete? Jeff dijo: Vale, el sol se está poniendo, timoneles. Pulsó el siete y se volvió hacia el tipo. ¿Lo ve hundirse por el horizonte?, dijo, ¿nota cómo gira el planeta? ¿Oye cómo crujen las grandes osamentas en el corazón candente de la Tierra? Los lanudos mamuts, los dinosaurios, ¿oye eso? ¿El chapoteo de los combustibles fósiles, crec, crec, chap, chap, la Canción de Cuna del Ocaso de los Dinosaurios? Saludé al tipo con la cabeza cuando salió en la séptima, pero él no estaba mirando. Jeff suele ser muy contundente, y es rapidísimo para detectar una observación falaz o una explicación espuria, en particular, últimamente, si quien la hace soy yo. Por lo que a mí respecta, no me importaría demasiado tener televisor, pero no puede decirse que mi capacidad de concentración sea tremendamente grande, y no acabo de cogerle el gusto a sentarme delante de la ventanita cuadrada y tragarme lo que me echen, de modo que en ese sentido quizá no soy tan vulnerable como Jeff. Pero si alguien enciende un televisor en un bar, pongo por caso, yo no tengo que salir corriendo de allí a grito pelado.
Así que, evidentemente, nunca veo la televisión a no ser que salgamos de casa, algo que con los tiempos que corren no podríamos permitirnos aunque realmente nos apeteciera hacerlo (que no es el caso de Jeff). Pero, con tele o sin tele, no tuve dificultad para identificar las caras que aparecían en la pantalla mientras estaba allí sentada junto a Nana. Supongo que todo el mundo conoce esas caras como si las lleváramos tatuadas en el interior de los párpados. Están ahí, esos personajes, tengas los ojos abiertos o cerrados.
Helicópteros gigantescos con el morro apuntando hacia unos montes. Me sentí agotada. ¡Hoy en día volar no es ninguna broma! Los interrogatorios en el aeropuerto, preocuparte por si llevas tijeras de uñas, un espantoso estruendo aunque sepas que sólo están haciendo explotar una maleta, y después, cuando por fin te meten en ese viejo y desvencijado armatoste, con la sangre medio coagulada, y ese horrible aire, o lo que sea, artificial y recirculado, quién es el guapo que no piensa en grandes pedazos de metal calcinado cayendo del cielo. Santo Dios. Pero bueno, he llegado sana y salva hasta aquí.
El recuerdo de mi padre y Nana sentados en esta misma sala cuando todavía se hablaban, bebiendo algo en frágiles copitas escarchadas, se impuso de manera apremiante en mi cabeza. Aunque, claro está, cuando por fin apareció Bill y permitió que las manos de Eileen recogieran de sus hombros el abrigo que llevaba, con Peggy detrás de él, me alegré de no estar despatarrada y con un ataque de hipo. Has llegado antes que yo, dijo Bill, dándome una palmada en la espalda que casi me tumba. Qué novedad. Eso no es justo, protesté, ¿cuándo llego yo tarde últimamente? ¿Cómo quieres que lo sepa?, dijo Bill. Vives en la otra punta del país.
Peggy traía un florero enorme lleno de lirios, flor fúnebre donde las haya. Hola, Peggy, dije. ¡Has traído flores! ¿Ha venido también Melinda? Hola, tía Lulu, dijo Melinda desde el pasillo, donde se había detenido a contemplar el cuadro del mágico calvero. Me vino súbitamente a la memoria el individuo que había regalado esa pintura a Nana: el señor Berman. ¡Qué viejo tan guapo! Fue uno de los pretendientes de Nana después de que le diera la patada al padre de papá. Cuando hablaba del señor Berman, papá le llamaba el Gran Superjudío. Berman era muy simpático, tal como yo lo recuerdo, además de rico y apuesto, pero Nana estaba harta del matrimonio, de modo que él lo dejó estar y Nana, creo, ya no se volvió atrás. No iba con su temperamento.
Peggy estaba mirando la tele. Santo cielo, dijo, y agarró el mando a distancia. Unas adolescentes con pinta de putillas se movían haciendo aspavientos por una habitación con decorado de estudio. Eso está mejor, dijo Peggy, y se rió lánguidamente. Hice cálculos: el lúgubre ramo debía de haberle costado lo que gano yo en una semana. Eh, Melinda, dije, al entrar ella en la habitación; qué bien que te hayan traído. Mi canguro está enfadada conmigo, dijo, no les quedaba otra elección. Melinda me miró: ¿O alternativa? Sí, dije, así está mejor: no tenían otra alternativa. Y una mierda que no, dijo Bill. Podíamos haberla dejado en plena montaña atada de pies y manos. Melinda giró lentamente la cabeza hacia él, la volvió a girar. Tu padre sólo está de broma, dije yo. ¿A ti te ha hecho gracia, tía Lulu?, preguntó Melinda. Bonito conjunto, me dijo Peggy, muy extremado; la blusa esa, ¿qué es? De Pucci, dije, principios de los setenta, creo. Con tara; tiene una quemadura de cigarrillo, ¿lo ves?
Eh, Granana, dijo Melinda, viendo la tele, ¿eh? Miró a Nana con ojos científicos y agitó ligeramente los dedos a modo de saludo. Luego caminó hacia atrás y se dejó caer en el sofá, enseñando un momento los dientes como si acabara de realizar algún truco. Bueno, ¿de qué va?, preguntó a nadie en particular.
Eran cuatro o cinco chicas y un chico. Todos hacían muecas esperando a que el silencioso público se riera, al parecer. Peggy, que tenía mucha labia, le frotó las manos a Nana y se puso como a charlar. Nana miró en derredor y habló con esa voz extraña que sonaba como si la hubieran guardado bajo llave acumulando polvo. Todo el mundo, dijo. ¡Hola, Nana!, dijimos todos. Hola, Lulu, querida, ¿estás aquí?, dijo. Parpadeó una vez, como un gato, y bostezó. Era un raro espectáculo ver cómo el elegante cuerpo de nuestra Nana obedecía a sus prioridades. Volvió a mirar hacia la tele y dijo: Qué.
¿Qué demonios es esto?, dijo Bill, mirando bizco a la pandilla que hacía muecas y aspavientos. Pulsó el mando y allí estaban otra vez los tipos de antes, alrededor de un podio y bajo una enorme bandera. Bill gruñó y volvió a dejar el mando encima de la mesa con un clic seco. Se olvidó de la tele y empezó a deambular por la habitación, cogiendo objetos al azar y mirando debajo de los mismos como si esperara encontrar la etiqueta con el precio. Pobre Bill. Su ceño fruncido, gesto que sin duda había perfeccionado ante sus clientes, hablaba bien a las claras de asuntos de peso. Feísimo, estaba murmurando; feísimo, feísimo, feísimo. Sus sentimientos hacia Nana, yo lo sabía (aunque él parecía que no), eran complejos, matizados de furia y de resquemor, como sus sentimientos hacia cualquier otra persona. Nuestro hermano Peter era el que —comillas— descollaba, de modo que Bill, por ser el otro varón, había crecido de un modo bastante traumático y estaba como atrofiado, lo que compensaba siendo cumplido y obediente. Parecía estar increíblemente cansado, él también. Pobre Nana, dijo. Pobre, pobre Nana.
¿El viaje bien, querida?, me preguntó Peggy. ¿Dónde te hospedas? Preguntas como una ametralladora, dije yo. Eres tan graciosa, dijo vagamente Peggy. Contigo siempre me río. Ella también parecía cansada. Oímos un alboroto fuera. Alguien gritaba o algo así. Bill fue a cerrar la ventana. Oye, gracias por venir, me dijo. Observé que ya se había buscado algo de beber..., ¿cómo lo había hecho? Me alegro de estar aquí, dije; es lógico, ¿no? No tienes por qué darme las gracias. Bueno, dijo él. Volvió a ponerse ceñudo. Me alegro de que decidieras venir. Porque hay decisiones que tomar, ¿sabes?, y quería que estuviéramos unidos. ¿Contra qué?, dije.
¿Contra qué?, repitió él. Hay decisiones que tomar y quería que tú participaras en el proceso.
Soy muy experimentada en no cabrearme con Bill, que tiene un carácter paternalista y autocrático que no puede evitar. Me recordé seriamente a mí misma: a) que él, pusilánime como es, sólo intenta salir adelante lo mejor que puede y que yo debería agradecer que fuera Bill, cómo no, quien estuviera ocupándose de todo este asunto de Nana, y b) que a mí no me convenía hacer una regresión en toda regla. Gracias, le dije. Gracias por incluirme.
Bill asintió. Yo asentí.
Gracias por incluirme, repetí, pero yo no tengo nada que aportar, ¿recuerdas?
Yo nunca dije eso, dijo Bill. Jamás dije que no tengas nada que aportar. Sé honesta por un momento. ¿Crees que podrías ser honesta por un momento? Eso es sólo la interpretación que tú decidiste dar cuando una vez —¡una sola vez!— te hice la inofensiva sugerencia de que quizá deberías esforzarte un poquito más, en determinadas circunstancias. ¿Podemos ir un momento a otra habitación, tú y yo?
Melinda y yo nos quedamos aquí con la abuela, dijo Peggy, que es genial para hacer comentarios inútiles. Bill y yo recorrimos el largo pasillo hasta el comedor. Oye, ¿no sabrás por casualidad dónde está el... mueble bar?, dije. ¿Qué es lo que necesitas, dijo Bill, absenta? ¿Es que no hay suficiente material en la credencia esa de allá? ¿La qué?, dije yo. Bill dijo: Este tipo de aparador antiguo se llama así, una credencia..., si no tienes inconveniente, claro. Yo dije: Quizá podrías ser un poquito honesto tú también. Perdona, dijo. Es que lo estoy pasando un poco...
Pobre Bill. Evidentemente, papá no vendría a sacar las castañas de este fuego. Ni Peter, que ahora para en Melbourne. Peter abandonó prácticamente la escena en cuanto pudo tenerse en pie y andar. De pequeño, todos estaban convencidos de que sería el inventor de algún remedio contra el cáncer, pero al final se quedó en importador o algo así, de cosas que son raras donde sea que esté viviendo, para así poder estar siempre lejos. Lejos de cualquier parte. Lejos, lejos. Lejos lejos lejos lejos lejos. Bill se consuela al menos pensando que el trabajo de Peter es trivial, algo que a Jeff le provoca risitas, ya que Bill trabaja para compañías de seguros (básicamente buscando la manera de no pagar a los asegurados). Eso sí que es trivial, dijo Jeff. Pero luego dijo que no, que en realidad no era trivial en absoluto, sino tremendo. Y que Peggy era peor aún que Bill, porque él es un explotador y un corrupto de nacimiento y no puede evitarlo, mientras que Peggy de hecho cultiva tales cualidades.
Recuerdo que una vez, en este mismo apartamento, oí cómo Nana le decía a mi padre que era un débil y que siempre recurría al arma de los débiles, la furia violenta, y que utilizaba su encanto para disimular el hecho de que siempre estaba dispuesto a hacer que los demás se sintieran lo peor posible. Te he dado nietos, le dijo papá, ¿tan mal te hace sentir eso? Yo creía que era lo que toda madre deseaba de su hijo. ¿Cómo puedes lamentarte de tus nietos?
¿Cómo?, dijo Nana. Peter es brillante, pero está tarado. Lucille tiene buenas intenciones y no es ninguna tontaina, a pesar de las apariencias, pero le teme a la realidad tanto como tú. Sólo que ella lo expresa con su inmadurez, su desidia, su confusión, su pasividad mental.
Bueno, de eso hace mucho tiempo, claro, pero todavía recuerdo haber sentido como náuseas y lo callado que estaba todo. Era tal la quietud que oí crujir el follaje del cuadro y chocar entre sí las plateadas motas de polvo. Y Bill qué, ¿eh?, dijo mi padre. Dudo que vayas a indultar a Bill. Incluso desde mi escondite detrás de la puerta, pude oír cómo Nana suspiraba. Pobre Bill, dijo. Ay, ese pobre Bill.
Eh, que estás hablando de mi hermano, le decía yo a Jeff cuando criticaba a Bill, pero, la verdad, supongo que hice eso que la gente dice que hace la gente. Me explico, si alguna cualidad busqué en mi pareja fue una que comparte con toda mi familia: la cualidad de tener muchas opiniones sobre los demás. Concretamente, malas opiniones.
Y Nana tendría que reconocer ahora, si estuviera en sus cabales, que Bill se había hecho cargo de su bienestar él solito, y que lo estaba haciendo bastante bien. Eileen, por ejemplo. Eileen parecía estupenda, nada que decir en su contra. ¡Escucha!, le dije a Bill. Escucha, quiero decirte algo con la máxima sinceridad: sé que has tenido que ocuparte de un montón de cosas, con esto de Nana, y siento de verdad no haber echado una mano. ¿Cómo ibas a echar una mano?, dijo Bill. Vives en la otra punta del país.
Además eso, dije yo.
Bill hizo algo raro con la mandíbula y le crujió. Las sillas estaban tapadas con fundas para el polvo. Cogió una y se sentó. Al momento se puso de pie y acercó otra silla para mí. ¿Cuándo dejó de salir?, dije. Cuándo dejó de salir, repitió él, enganchando las palabras como vagones de un tren de juguete, cuándo dejó de salir. Pues cuando ya no pudo andar, Lucille, es de cajón. Tuvo un primer derrame cerebral, ¿recuerdas? Ya me dirás cómo sale uno si no puede andar...
Bueno, había supuesto que usaría una silla de ruedas o algo así, dije. O que alguien la llevaría de paseo. Un chófer, qué sé yo.
Nana no quería ver a nadie, dijo Bill. Eso ya te lo conté, me consta que te lo dije. Y lo que es más, no quería que nadie la viera a ella.
Bill parecía afligido. Lo cierto es que Nana era una persona increíble, por muy dura que hubiera sido con nuestro padre, quien de todos modos es evidente que se lo merecía. Había visto de todo, había tenido muchas experiencias a lo largo de su vida, pero de todo eso iban a quedar muy pocos, digamos, artefactos, exceptuando, oh, el juego de té y quizá tres o cuatro alhajas y unos cuantos panfletos o libritos, supongo, que Nana había escrito para el instituto (¿o fundación?) con el que trabajaba. Donde trabajaba. Con. Donde. La tradición del humanismo liberal, recuerdo a papá diciendo una vez, con odio, como si tal cosa. En fin, poco iba a quedar como recuerdo de nuestra magnífica Nana, aparte de, por ejemplo, su librito rectangular de tapa dura sobre la moneda. Es increíble, no acabo de entenderlo del todo: que cada vida individual sea tan asombrosamente plena, pase lo que pase, y cada momento de experiencia tan intenso. Pero ¡qué pocas pruebas de ello existen fuera del propio cuerpo! Miles de millones de intensas y plenas vidas humanas sobre la Tierra, entre ellas la de Nana, que se van desvaneciendo. Sin dejar otra cosa que inescrutables montoncitos de basura conmemorativa.
Me di cuenta de que Bill sufría también pensando en eso mismo. Le puse una mano en el brazo y dije: Nana no quería que la viera nadie, pero a ti te lo permitió.
Bill se puso colorado. Yo no cuento, dijo.
Desde que soy capaz de recordar, Bill padecía frecuentes y repentinos accesos de empatía que casi lo hacían enfermar por momentos, después de los cuales se comportaba siempre como si hubiera llevado el cartel de DAME UNA PATADA y alguien le hubiera hecho ese favor. Bueno, dijo, tú y yo hemos de tomar ciertas decisiones. ¿Como qué?, dije.
Bill me concedió tiempo de sobra para que observara su expresión.
¿Tienes idea de lo que cuesta este tipo de asistencia privada?, dijo. De acuerdo, comparada contigo, y conmigo, se podría decir que Nana era rica. Pero párate un momento a pensar en lo que habrá pasado con su portafolio durante este último año y pico. Mi portafolio se recuperará, con el tiempo; el tuyo también... ¿Portafolio?, dije. Pero el de ella no, dijo Bill. Ya no le queda tiempo. Dentro de un año, si es que todavía vive, la verás sentada sobre una rejilla del metro, muerta de frío y pidiendo calderilla con un vaso de plástico. Lo que quiero decir es que aquí hay que decidirlo todo. Y una de dos, o lo decidimos juntos o lo decido yo solo. Aquí no hay piloto automático que valga. En serio, Lulu..., parece que todavía no te enteras. ¿Cómo crees que Nana ha conseguido estas enfermeras? ¿Crees que simplemente aparecieron ante la puerta una mañana por iniciativa propia?
Bill se frotó el puente de la nariz como si fuera yo quien estaba teniendo la rabieta. El caso es, dijo, que no parece haber esperanzas de recuperación. ¿Qué pasará con sus cosas, por ejemplo? ¿Quién revisará sus documentos? ¿Podemos encontrar un sitio mejor para ella? Son decisiones que hay que tomar.
Todo eso no eran decisiones, omití señalarle a Bill, que tenía un aspecto de lo más patético con aquella chaqueta y su tripa prematura, eran preguntas. Nana vive aquí, dije. Esto es su casa. ¿Qué quieres?, ¿mandarla a vivir a un témpano de hielo?
Valoro que te horrorice la sordidez de los mecanismos, dijo Bill, pero no te apartes del tema, hazme el favor. ¡Un chófer! Santo Dios, Lulu. Pero ¿qué chófer? Mira, Geoff es un buen hombre, me cae bien, y es un consuelo ver que has sentado la cabeza, por fin, y con alguien que no está loco de atar. Pero Geoff tiene tan poco sentido práctico como tú. Menos que tú, si cabe. Suele ser muy radical en todo, y me consta que hace lo posible para contagiarte a ti.
Soy perfectamente capaz de tener mis propios puntos de vista, dije. Y si te refieres al proyecto de pintar árboles, no veo que fuese nada radical. Lo único que hicimos fue elegir cada cual un árbol a punto de ser deforestado y conmemorarlo plasmándolo en pintura. Yo a eso no lo llamo ser «radical».
Estoy de acuerdo, dijo Bill. Es completamente inofensivo. Lo cual me parece bien, porque hay que ser prudente. Una cosa es la valentía, y otra distinta una temeridad de lo más simplista. Hay listas, sabes. Listas, listas, listas...
¿Temeridad de lo más simplista?, dije. ¡Tú sabes lo que Jeff ha estado haciendo, lo que ha estado estudiando! Le hablaba a gritos a Bill pero estaba pensando en el pobre Jeff, tumbado en la cama todo este último mes, garabateando en hojas de papel. Cuando yo le animaba a comer algo, se ponía a entonar estadísticas: cuántos niños nacidos con tal cosa, cuántos nacidos con tal otra. Lo sé, le dije el otro día, lo sé; no tienes que decírmelo a mí, díselo a ellos. Ya lo hemos hecho, dijo Jeff, ¡por eso nos cortaron la subvención! Al menos consiguió escribir un par de canciones sobre el tema, e incluso llegó a cantar una en el programa de radio que su amigo Bobby Baines tiene a las seis de la mañana. Jeff posee un don especial para escribir canciones sobre cualquier cosa. Ojalá volviera a hacer música. Era muy divertido salir con su banda. Me di cuenta de que tenía la boca abierta, le estaba chillando a mi hermano. Les han cortado la subvención, estaba gritando mi boca. ¡Para todo el proyecto! Y ahora pueden decir: Uranio empobrecido, hummm, es sanísimo, ¡basta con rociar un poquito en los cereales del desayuno! No te extrañe que Jeff no esté para muchas risas últimamente. No te extrañe que salte por cualquier cosa. ¡Radical! ¡Tú sí que eres radical! ¿Crees que no me he fijado en cómo pronuncias su nombre? Jeff es judío, ¿te enteras? ¿Crees que podrás soportarlo? Su nombre es Jeff, con jota, y no esa versión edulcorada, anglosajona y protestante de Geoff, con ge. Pero tú, cada vez que nos mandas ni que sea una nota, ¡siempre pones Queridos Lulu y Geoff, con ge!
Bill continuaba allí de pie, cruzado de brazos. Al menos yo mando una nota de vez en cuando, dijo. Y por favor, no finjas que no sabes lo que es un portafolio. Eso no, por favor.
Nos miramos el uno al otro durante un momento tan largo como vacío. Habrá que vender el Corot, dijo.
Vender, dije yo.
Bueno, no sé qué podría haberme importado a mí, la verdad. Se venda o no se venda, yo no podría haber colgado esa cosa en nuestra pared, con la pintura que se cae y llena de manchas. Aun así esa palabra..., ¡vender! ¡Es como volcar un vaso por descuido!
Sí, vender, dijo Bill. Las joyas ya están vendidas. ¿Quééé?, dije. ¡No sabía nada! Uy, perdona, tú sí, claro, vale, vale, vale. Pido disculpas y tal. Bill carraspeó un poco. En fin, dijo.
Abarcó con un gesto la habitación envuelta en sábanas. Evidentemente quedan muchas cosas, pero no hay nada de valor. Peggy ha investigado a conciencia. De todos modos, si tú quieres algo, ahora es el momento de reclamarlo.
«Ahora es el momento. Ahora es el momento.» ¿Quién quiere oír eso, se refiera a lo que se refiera? Gracias, dije.
¿Había algo de Nana que yo hubiera codiciado especialmente? Cerré los ojos. ¡Y pensar que Nana le había enseñado a Eileen ese recorte donde salgo yo con mi árbol y mi cuadro! Vale, de acuerdo, el proyecto quizá no había sido muy efectivo, pero ¡al menos había habido un pequeño recorte! ¿Se había sentido Nana orgullosa? ¿Pensó que yo estaba guapa? Eh, un momento, dije, ¡Nana todavía está viva! Eso no te lo voy a discutir, dijo Bill, pero ¿cuántas de estas cosas crees tú que va a utilizar ella a partir de ahora? Por ejemplo, ¿crees que va a utilizar el juego de té?
¿El juego de té?, dije. ¿Tú quieres el juego de té?, dijo él. ¡El juego de té!, dije. ¿Esa cosa de plata, pesada y que abulta tanto? ¿Y qué demonios haría yo con el juego de té? ¿Cómo crees que vivimos Jeff y yo, por ahí en el monte? Cálmate, Lucille, dijo mi hermano, por Dios. Te lo ruego, no empieces como papá.
¿Se puede saber por qué estamos hablando del juego de té?, chillé. Disculpa un momento.
Fui a la cocina. Eileen estaba allí sentada. Cogí un vaso del armario y eché unos cubitos de hielo de la bandeja que había en el congelador. Perdón, dije. Adelante, sírvete, dijo ella.
Había un aviso pegado a la puerta del frigorífico con un imán que parecía una cereza. Orden de No Resucitar, decía. Oh, mierda, dije.
Eileen asintió. Es encantadora, tu abuela, dijo, pero yo me la quedé mirando como si esperara ver algo más que una enfermera con uniforme blanco.
Cuando regresé al comedor vi que Bill debía de haberse reunido con los demás, de modo que hice una parada técnica en la credencia para llenar el vaso, y volví también a la sala de estar.
Además, dijo Bill, no estábamos hablando del juego de té. Eras tú la que hablaba del juego de té.
¿El juego de té?, dijo Peggy.
¿Lo quieres?, pregunté.
Muy amable de tu parte, dijo Peggy.
Bill puso una cara idéntica a una de las que ponía papá: de pura malevolencia, entre cómplice y regocijada. Sin duda, había hecho su propia visita a la credencia y estaba zampándose un trago de algo. Entró Eileen y ayudó a Nana a tomar un vaso de agua con un espesante dentro para que le fuera más fácil tragar, y le dio una pastilla. Un hilillo de agua resbaló por la comisura de la boca de Nana, que no pareció enterarse. Eileen se la limpió, así como algo que le salía de un ojo. Melinda se había tapado los oídos con las manos. ¡Esos aviones!, dijo, ¡no soporto el ruido de esos aviones! ¿Por qué hay tantos aviones?
Vamos, Melinda, no te preocupes, dijo Peggy, en Nueva York hay aeropuertos, y es lógico que haya aviones. Además, eso es un helicóptero, dijo Bill. ¿Nos va a tirar una bomba?, preguntó Melinda. No seas tonta, cariño, dijo Peggy, no van a tirarnos ninguna bomba, somos nosotros los que les tiramos bombas a ellos.
Los helicópteros no lanzan bombas, Melinda, dijo Bill, seguramente están buscando a alguien. ¿Quién?, dijo Melinda. La policía, dijo Bill, ¿oyes las sirenas? No, digo que a quién está buscando la policía, dijo Melinda con las manos otra vez en los oídos. ¿Cómo vamos a saber tu madre y yo a quién está buscando la policía?, dijo Bill. A algún criminal, supongo.
Melinda se puso boca abajo en el sofá y soltó un gemido ahogado. Cálmate, por Dios, Melinda, dijo Peggy. Estás molestando a tu bisabuela. Melinda miró de reojo a Nana, que tenía la vista clavada en las imágenes del edificio en plena y elegante explosión, las mismas que yo había visto antes. Me pregunté dónde estaría ese edificio..., en qué país, por ejemplo.
Las cosas ocurrían siempre de forma repentina y contundente en el televisor. Otro edificio, sin ir más lejos, estaba siendo destrozado mientras mirábamos, contemplándolo desde uno adyacente todavía más alto. ¿Por qué os enfadáis todos conmigo?, dijo Melinda.
Yo no estoy enfadada contigo, dije. ¿Estáis enfadados con ella?, pregunté a Bill y a Peggy. Claro que no, dijo Peggy. Sí que lo estáis, dijo Melinda. Nosotros no estamos enfadados contigo, dijo Peggy. Y ya te he dicho mil veces que en cuanto hayas pagado el trabajo de reparación, podrás poner cinta adhesiva donde quieras.
¡Yo lo hacía por vosotros!, dijo Melinda. ¡Nada más que por vosotros! Se volvió hacia mí. Allí ponía que había que hacerlo, dijo, coger cinta adhesiva y tapar las ventanas con plástico por culpa del veneno, y como la canguro estaba en mi cuarto con su novio, busqué la cinta en el cajón y unas bolsas de basura y después Stacy se cabreó también conmigo, y eso que yo no me chivé de que ella y Brett estaban arriba haciendo...
No quiero oírte hablar así, dijo Peggy. Ni de Stacy ni de nadie, ¿entendido, señorita? En la vida real, las chicas no se comportan como fulanas de televisión. No dejaré que la veas tantas horas.
Pero ¿yo qué he dicho?, ¿eh?, dijo Melinda, y prorrumpió en desgarradores alaridos que sonaron como si estuviera rasgando un trozo de tela podrida. ¡Basta, Melinda!, dijo Peggy. No sigas con eso... ¡te estás poniendo histérica!
Es tan teatrera, me dijo Peggy, poniendo los ojos en blanco. Abrazó entonces a Melinda, que continuaba gritando sin parar. No hay motivo para excitarse tanto, le dijo, estás muy cansada, nada más.
Por la pantalla desfilaban nuevamente soldados. Peggy los miraba con aire ausente, la barbilla apoyada en el suave pelo de su hija. ¿Iba a ser Melinda tan zoquete como sus padres?, me pregunté, pero luego tuve que recordarme a mí misma que Peggy y Bill estaban pasando unos momentos difíciles, preocupados todo el tiempo por Nana y lo demás. Peggy se veía muy cansada y triste, embobada frente al televisor. Ella suspiró. Yo también. ¿Os acordáis de cuando la gente podía comprar chuletas de ternera siempre que quería?, dijo. Ayer a Bill le entraron ganas de comer chuletas, y fui al mercado, y un poco más y tengo que empeñar toda la ropa.
¿Somos pobres?, dijo Melinda, e hipó. Pregúntale a tu madre, dijo Bill, otra vez con cara de papá. Peggy lo fulminó con la mirada.
Yo trataba de recordar lo que Nana había escrito en su librito sobre la moneda..., fijo, flotante, importaciones, exportaciones, ahorros... Y luego intenté recordar qué había pasado exactamente en nuestras últimas guerras, bueno, en las últimas más o menos recientes: quién había estado implicado, exactamente, y cosas así. ¡Eran tantos los datos! Siempre salían a relucir nuevas cosas sobre estos asuntos cuando ya eran agua pasada. Es bastante difícil aclarar exactamente lo que se destruyó y dónde, cuál fue el número de víctimas. Bueno, imagino que para los que viven en esos lugares no es tan difícil. Y Jeff suele tener sólidos conocimientos sobre esas cosas, igual que Nana en sus buenos tiempos... Me pregunté qué creería estar mirando ahora, si pensaba que estaba viendo imágenes de su vida, de su pasado: recuerdos, el interior de su propia cabeza... Miraba la pantalla con tal concentración que parecía enfrascada en una tarea complicadísima. Trataba realmente de entender lo que mostraba. ¡Así era Nana! Siempre esfuerzo y esfuerzo y más esfuerzo. Allí estaba el edificio reventado, y el otro más alto que se erguía justo al lado. Me pregunté qué sería ese edificio alto, y lo que ella creería que era. Parecía un bloque de oficinas, con sus ventanas negras. Nana quizá pensaba que detrás de esas ventanas negras estaba la oficina de la Muerte. Quizá se imaginaba a la Muerte como un apuesto anciano de uniforme, sentado a su escritorio repasando sus gráficas. A su espalda, ella estaría viendo un mapa enorme con chinchetas de colores y a sus generales, con esos rostros tan, tan familiares. El anciano parecería cansado ¡tanto que hacer! —y triste. No se percataría de la lágrima de cristal que su ojo de cristal dejaba escapar.
Supongo que cualquier día volamos todos por los aires, dijo Bill. Estupendo, dije yo. Bueno, chicos, estoy rendida. Me vuelvo a casa de Juliette. Podemos hablar de todo mañana, ¿vale?
¿Tienes dinero para un taxi, Lulu?, dijo Bill.
¿Si tengo dinero para un taxi? Por supuesto que tengo dinero para un taxi, dije. Ojalá no me hubiera gastado casi toda la última paga, antes de que a Jeff le cortaran la subvención, en esas botas blancas de gogó marca Courréges. Pero las rebajas son prácticamente la única ventaja de mi profesión, y debo decir que las botas son de fábula. De todas formas, dije, voy a tomar el metro.
¡El metro!, dijo Peggy.
No seas insensata, Lulu. ¡No te mueras, tía Lulu!, dijo Melinda.
Por el amor de Dios, Melinda, dijo Peggy. Aquí no se va a morir nadie.
¡Cuánto deseaba que Wendell hubiera acabado de intentar convencer a Juliette y así poder desplomarme en su futón! «No hay descanso para los malvados», solía decir papá con una carcajada, cuando se marchaba para pasar la noche en la ciudad. (Ni para los santos, dice Jeff respecto a eso, ni para los moralmente indescifrables.)
Oh, mirad, dijo Peggy señalando la pantalla, donde un tipo sonriente con bata blanca estaba junto a unos tubos de cristal de laboratorio y sostenía en la mano lo que parecía un carrete de costura, ¡me parece que están hablando de ese nuevo hilo!
¿Qué nuevo hilo, qué nuevo hilo?, dijo Melinda.
Ese hilo nuevo, dijo Peggy. Leí un artículo que hablaba de un nuevo tipo de hilo que es electrónico. ¿Electrónico? Sí, creo que era eso. En fin, resulta que han inventado una fibra que puede detectar la temperatura de la piel y los cambios químicos y qué sé yo qué más. Ahora podrán hacer prendas capaces de controlar si hay problemas en el organismo, de manera que si tienes, por ejemplo, diabetes, creo, o alguna cosa grave, la ropa que lleves podrá registrar lo que está pasando y así protegerte.
Eso es genial, ¿eh, Granana?, dijo Melinda. Echó sus bracitos al cuello de Nana, y ésta cerró los ojos como si por fin se tomara un respiro.

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